miércoles, 15 de enero de 2014

Sociología de la Guerra Por Kelder Toti

La Sociología de la Guerra 
En Construcción
                              Por Kelder Toti


La Teoría del Conflicto Social, desde en enfoque marxista se desarrolla a medida que la relación de fuerzas entre las clases dominantes y oprimidas tiende a equipararse. Las clases oprimidas, en el capitalismo periférico, están por primera vez en la historia de la humanidad, en condiciones de plantear una superación de la formación histórico-social; es decir, de planear y desarrollar una revolución, un cambio de sistema social, dada la influencia de la visión cultural del capitalismo central.

La teoría de ese cambio es la teoría revolucionaria, el marxismo. Y todas las personas deben saber (incluidos los marxistas) que "la revolución es una guerra" (Lenin). Es por ello que, quien quiera estudiar la revolución, debe estudiar la guerra. Aunque este es un enfoque de la polemología

El estudio de la guerra tiene su especificidad. La guerra tiene sus propias leyes. Incluso más: cada tipo de guerra tiene sus propias leyes dentro de su contexto. Los sociólogos estudiamos las leyes sociales. Los marxistas procuran la revolución. Por lo tanto, los sociólogos marxistas debemos estudiar las leyes de la guerra, conocimiento indispensable para cualquier intento de la revolución.

No es esto, sin embargo, patrimonio común de la izquierda . Ni siquiera de la izquierda marxista. Los partidos marxistas han abandonado (algunos ni siquiera jamás han tenido) su preocupación política por cómo hacer la revolución. En los distintos programas de acción política se omite, sistemáticamente, toda referencia a lo militar. También en sus diversas estrategias está ausente esta dimensión. Pero no basta hacer el señalamiento. 

El marxismo es acción. Desde nuestro lugar, asumimos el compromiso de bregar por la consideración de este problema, que no es "teórico", sino práctico. La historia demuestra (y la teoría confirma) la inviabilidad de revoluciones pacíficas, en todo caso la evolución es lo que permite el progreso de las sociedades.


Paradójicamente, la clase que comprende perfectamente esto es la burguesía y los manager. La opresión nunca fue ni será pacífica. Solo lo parece cuando la dominación es tan absoluta que se transforma en hegemonía, es decir, cuando los dominados "prestan consenso" a los dominadores. Sin embargo, la burguesía no desmoviliza sus fuerzas armadas ni las de seguridad. La política es siempre política armada. Esto no debería olvidarlo nunca quien intenta desarrollar una política revolucionaria.Quienes nos dedicamos a la sociología de la guerra partimos de una constatación empírica: laguerra es uno de los fenómenos sociales más regulares en la historia humana, y es la actividla que la humanidad ha  dedicado sus mejores esfuerzos, creatividad y entusiasmo. Nada parece tener tanta convocatoria como la actividad de masacrar a un buen número de congéneres.


De manera independiente al juicio moral que podamos tener respecto a esta actividad social (cuyo debate ético suele dividir entre guerras “justas” —sospechosamente convenientes a quienes dictan tal juicio— y las “injustas”), la misma es un objeto legítimo para el interés del sociólogo, al igual que cualquier otra actividad social. Sin embargo, aunque pueda resultar paradójico, es una rama casi inexplorada en la sociología académica. 

La guerra ha sido relegada al estudio de politólogos y militares, en el ámbito de la estrategia. El intento de Gastón Bouthoul,  quien postuló la polemología como el ámbito de la sociología de la guerra, a casi medio siglo de su aparición, prácticamente no ha dejado huellas en la academia. Si debiéramos trazar algunas hipótesis sobre su escaso impacto, no podríamos eludir las dos que parecen ser las principales: una de orden interno a la propia polemología, y otra externa. La primera nos orientaría a observar las inconsistencias de este esfuerzo intelectual debido a que en su afán totalizador parece
haber perdido de vista el propio objeto real, construyendo por el contrario, un objeto metafísico: “la” guerra; resulta difícil desplegar una disciplina que recoge aportes que van de la historia a la etología, pasando por la economía y la psicología sin caer en una suerte de eclecticismo radical. 

Bouthoul concluye construyendo un esquema ahistórico incapaz de dar herramientas de análisis precisas para abordar los fenómenos reales. La segunda hipótesis, en cambio, postularía que el desinterés académico es inversamente proporcional al interés profesional en este fenómeno; muchos científicos sociales (sociólogos, antropólogos, psicólogos, historiadores, comunicólogos, psicólogos sociales, etc.) se han dedicado —y lo siguen haciendo— a hacer la guerra. 

El estudio autorreflexivo sobre la propia actividad es, sabemos, condenado desde Maquiavelo en adelante. El hereje académico que se dedique a tal indagación deberá soportar a menudo la censura de sus colegas por dedicarse a un objeto innoble. La guerra, pese a todo, no sólo sigue siendo una de las actividades habituales de los
grupos humanos, sino que evoluciona en devastación y crueldad en forma paralela al grado de civilización alcanzado, si es que aceptamos que la civilización es un atributo mensurable y que sigue, además, una línea relativamente evolutiva, de menor a mayor. En tal sentido, si admitimos la idea de Norbert Elias de que la civilización es la capacidad de autorregular y gestionar concientemente la agresión, debemos concluir que esta capacidad, en la medida que aumenta, permite tanto reprimirla como liberarla con mayor eficacia, a voluntad.

La vinculación de la sociología con la guerra ha sido, a menudo, solapada, clandestina. Si bien el intento de Bouthoul es lo que generalmente se reconoce como el primer abordaje del fenómeno desde la sociología, es posible hallar otros vínculos —incluso muy anteriores al trabajo del francés—, menos publicitados pero no menos evidentes. Su relación está tanto en el pensar la guerra como en el hacer la guerra. Exploremos brevemente estos entrecruzamientos.

En el primero de los sentidos se puede decir que hay una relación muy antigua, casi fundacional entre la sociología como forma de pensamiento y la guerra como actividad. Aunque se suelen reconocer dos tradiciones del origen de la sociología, la francesa —que la sitúa en la sucesión de Saint Simon, Comte y Durkheim— y la anglosajona —que postula a Talcott Parsons como el primero en sintetizar el pensamiento sociológico—, no existen motivos razonables, en una antropología de esta disciplina, para eliminar de su origen a Karl von Clausewitz. El general prusiano, en su clásico De la guerra expone un pensamiento que nadie puede dudar en considerarsociológico, no sólo por su formato, sino también por su contenido. 

La elucubración no es ni filosófica ni técnica, sino sociológica: considera a la guerra como un momento de aplicación de la fuerza en las relaciones políticas entre estados —pero considerados éstos no como entes
abstractos, sino como la organización político-administrativa-territorial de una población—,
centrando su atención en el análisis de la relación, es decir, la vinculación de ambos por este
medio, y no la acción unilateral.
Compara a la guerra con el comercio: “La guerra no pertenece al campo de las artes o de las ciencias, sino al de la existencia social. Es un conflicto de grandes
intereses, resuelto mediante derramamientos de sangre, y solamente en esto se diferencia de otros conflictos. Sería mejor, si en vez de compararlo con cualquier otro arte lo comparáramos con el comercio, que es también un conflicto de intereses y actividades humanas; y se parece
mucho más a la política, la que, a su vez, puede ser considerada como una especie de comercio
en gran escala. Más aún, la política es el seno en que se desarrolla la guerra, dentro de la cual
yacen escondidas sus formas generales en un estado rudimentario, al igual que las cualidades
de las criaturas vivientes en sus embriones.”

Puede apreciarse el pensamiento social, en oposición al pensamiento técnico; complejo, en oposición al esquemático; asociativo, en oposición al reductivo. La guerra aparece en su dimensión social y la estudia como se estudia a un fenómeno social. Justamente lo que motivó
a Clausewitz a reflexionar sobre la guerra —y que orientó su pensamiento— fue la acción de
los ejércitos napoleónicos que avasallaban a las fuerzas armadas absolutistas del continente.
Y centró su atención no en aspectos técnicos (en tal sentido entabla indirectamente un debate
con von Bülow, quien sostenía que el factor primario en una guerra era el posicionamiento de
las fuerzas, desarrollando una concepción reduccionista de la que se mofa Clausewitz) sino en
los cambios sociales producidos por la Revolución francesa; por ello valora como un atributo
esencial a considerar para evaluar el desempeño de un ejército su fuerza moral, que él vincula
con el republicanismo naciente. Si lo comparamos con su contemporáneo Saint Simon, el de Clausewitz es un pensamiento sociológico mucho más avanzado, más cercano a nuestros días que el del pensador francés.  Para Clausewitz era de vital importancia el tipo de vinculación entre el pueblo, el gobierno y el ejército, y sopesaba con mayor énfasis esta articulación que el poderío técnico. La actualidad de este pensamiento es notable, a la luz de las guerras desarrolladas por las mayores potencias militares en la segunda mitad del siglo pasado y lo que ha
transcurrido del presente, en las que casi sin excepción han sufrido derrotas frente a fuerzas técnicamente inferiores.

LA GUERRA Y SU ESTUDIO
a) Su valor científico:
Las sociedades son extensas y complejas tramas de relaciones de poder. Las formas en que
se expresan estas relaciones son múltiples, desde estructuras coactivas, como la explotación
económica, hasta sutiles y enmarañados sistemas simbólicos, como el sexismo, que resultan en
extremo dificultosos de estudiar —más allá de agudas reflexiones y/o descripciones de/sobre
los fenómenos— y explicar. Por lo general, estos estudios suelen ser unilaterales, indagando sólo uno o pocos de los aspectos que entran en juego en el fenómeno a dilucidar. No en vano las mejores páginas dedicadas a la reflexión sobre el poder se han escrito desde la filosofía —es
decir, en términos especulativos— y no desde la sociología, como explicación de mecanismos
sociales —con las excepciones que siempre existen.

La guerra, aún en su complejidad, es un fenómeno por mucho más simple y visible; en
ella emerge sin tapujos la última ratio del poder: la fuerza. El proceso de estructuración —desestructuración/
reestructuración— de relaciones sociales no aparece tan vívido y observable en ningún otro fenómeno social. Cesan allí todas las mediaciones simbólicas, desaparecen las argumentaciones, todo es fuerza. La razón se estructura sobre la fuerza. ¿Habla ello de una situación
de “animalidad”, de primitivismo, de supremacía de la simplicidad sobre la inteligencia?
En absoluto. Nada más alejado de la realidad. En la guerra se ponen en juego todas las destrezas, capacidades, conocimientos, habilidades y astucia que se tengan. Toda situación de guerra es una puesta en escena de las condiciones fundacionales de un orden social. Su resolución dará lugar no sólo a —relativamente— nuevas estructuras económicas, sociales y políticas; también
—como diría Foucault— a órdenes de verdad, formas de saber, estructuras de conocimiento.

La guerra fue la actividad catalizadora que transformó (y transforma) las arquitecturas, desarrolló (y desarrolla) la trama urbana, construyó (y construye) los paisajes; en síntesis, organiza el espacio en que vivimos. La aparición (y desaparición) de castillos y murallas se explican
por este fenómeno. Las grandes avenidas diseñadas por el barón Haussman también. Variando la escala y observando los grandes agregados estatales, esto es mucho más visible. El desarrollo de la tecnología y la ciencia está indisociablemente ligado a la guerra.
Pero remarco que se trata de un fenómeno catalizador, que de ninguna manera es la causa profunda de las transformaciones. En tal sentido, la guerra nos ofrece de manera sintética y extremadamente visible los
procesos de construcción de poder. Aproximarse a las lógicas que se despliegan, que subyacen
a las acciones, es la tarea que debe desarrollarse, lo que conlleva una serie de obstáculos.
b) El método de estudiar la guerra requiere tomar ciertos recaudos particulares, más allá de los usuales de cualquier
investigación social. Una concepción ingenua del método indicaría la necesidad de utilizar técnicas de “contacto” (observación en terreno), pero éstas poco aportarían a la comprensión de un fenómeno cuyas dimensiones escapan al rango de observación directa. Su complejidad y
extensión temporal y espacial hace que sólo sea posible abordarlo indirectamente, mediante la utilización de fuentes secundarias, es decir, de información provistas por otros. Estas fuentes son variadas: documentos, reportes, informes, testimonios, manuales operativos, etc.
Para definir las técnicas más adecuadas, es necesario partir de una definición del objeto y del método, este último ligado tanto a aquél como a la teoría desde la que se observa el fenómeno.
Ensayaré aquí algunas proposiciones provisorias, con el fin de introducirnos en el problema. El fenómeno abordado es la actividad social por la cual unos grupos humanos tratan, por medio del uso sistemático y potencialmente racional de la violencia, de doblegar la voluntad  de otros grupos humanos, para lo cual deben exterminarlos en parte. (Dado que el objetivo es
el grupo, la muerte de individuos es lo que posibilita la reorganización del conjunto). El objeto
particular de la sociología es el patrón de actividad de los grupos humanos enlazados por tal fenómeno. Al referirme a los patrones de actividad —que ciertamente pueden ser diferentes para los distintos grupos involucrados en un mismo fenómeno— enfatizo que se trata de las relaciones
entabladas y de las lógicas subyacentes a las mismas, sin valorarlas más allá del grado de eficacia que conllevan, esto es, sin mensurar más que su contribución al logro del objetivo.

Dado que la guerra, como sostenía Clausewitz, es un fenómeno de esencia política, serán las
relaciones de poder resultantes lo privilegiado en la observación, y su configuración es lo que se considera “objetivo” de la misma. Dadas estas premisas es preciso desechar, ante todo, cualquier atribución de irracionalidad a los actos, asumiendo anticipadamente que cada uno esconde una lógica que es necesario aprehender. Esto puede contrariar el sentido común, puesto que cualquier acto de guerra es igualmente aberrante y, por lo tanto, éticamente inaceptable. Pero la condena moral no hace avanzar al conocimiento; por el contrario, lo impide: quien suponga que la guerra es bárbara e inhumana (que es la construcción corriente, de sentido común) elude la
evidencia de que es producto y productora de civilización y absolutamente humana.
La renuncia a la valoración moral acarrea, no obstante, un problema. La modernidad y su razón se inauguran con la promesa tácita de eliminar los padecimientos;
entre otros, la guerra. El propio Kant se encargó de explicitar lo que estaba contenido implícitamente en los tratados de Westfalia de 1648.14 Empero a partir de entonces, aunque esta actividad no cesó nunca en intensidad y progresivamente fue más y más letal, careció de legitimidad. Consecuencia directa de ello será la creciente tarea para convencer a propios y
extraños de lo justa de la posición propia y lo injusta que resulta la del adversario; lo cual trasunta
en la legitimidad de la acción de quien enuncia y la ilegitimidad de la del enemigo. Para
esto último los actores de las guerras han recurrido crecientemente a propagandistas y, desde
el siglo pasado.

SOCIOLOGÍA DE LA GUERRA

Hasta los sistemas teóricos sugestivamente etnocéntricos y eurocéntricos. Las diversas teorías de
la “misión civilizadora” de las potencias colonialistas y, en consonancia con ellas, las diversas teorías sobre la superioridad racial de los europeos (o de ciertos europeos), cubrieron ese aspecto, que en definitiva es el de hacer parecer “necesaria”, o al menos “tolerable” la guerra
(en este caso, de conquista). Incluso las guerras entre pueblos europeos recurrieron a menudo a los mismos núcleos argumentales, y repentinamente los pueblos eslavos o latinos resultaron “inferiores” a los arios, y otras maravillas del uso instrumental de la razón por el estilo.
Más, este estadio aún “artesanal” y relativamente impensado, fue superado en la medida en que los
científicos sociales se fueron especializando en el desarrollo de lo que en léxico autolegitimante
se denomina actualmente “operaciones psicológicas”, mucho más púdica que la inicial, de “propaganda
de guerra”. La producción de ésta es parte del esfuerzo de guerra, es decir, parte de la guerra misma, un arma tan potente (a veces incluso más) que cualquier artilugio técnico para destruir físicamente al oponente. Cada bando, integrado por los directamente combatientes y
sus aliados y simpatizantes, indirectamente involucrados, producirá su propaganda de guerra, mediante la —también legítima— interpretación de los hechos, que los llevará a registrar algunos aspectos en detrimento de otros.

La encrucijada del sociólogo que se ocupa de la guerra es que debe nutrirse, invariable aunque no exclusivamente, de estas fuentes. Como efecto de ello, las precauciones metodológicas nunca son excesivas. El método vincula al fenómeno de estudio con la teoría desde la que
se lo aborda, diseñando con ello su objeto. Es importante, por lo tanto, ser claros al respecto. En lo personal me adhiero, al igual que gran parte del equipo que dirijo, al materialismo dialéctico como teoría, lo cual instala un marco referencial relativamente conocido en la sociología.
De acuerdo a este encuadre teórico el procedimiento metodológico consiste en tomar el fenómeno
en su momento más desarrollado para analizar luego su composición histórica, recorriendo las líneas de acción de los sujetos involucrados en el mismo, de acuerdo a intereses no siempre conscientes, pero siempre presentes.
Por supuesto, no se trata de una transposición directa
de intereses a patrones de actividad. La complejidad del fenómeno amerita indagar sobre las
mediaciones y resoluciones, que, aún cuando particulares desde el punto de vista histórico, mantienen formatos reconocibles para el observador entrenado. Realizada esta aclaración, volvemos a ocuparnos del método. Las únicas fuentes de que disponemos sobre las acciones (el “desarrollo” efectivo de la guerra) son los informes producidos por terceros, principalmente por periodistas (se utilizan en ocasiones también informes oficiales, pero con muchos más recaudos). Pero sabemos que esta información está “contaminada” por la propaganda de guerra. Esto está por fuera, incluso, de la voluntad del periodista que la produce. Las políticas editoriales de los medios, el grado de accesibilidad a los lugares, las concepciones y prejuicios, también constituyen fuentes de contaminación.
Por esta razón, no se trata de seguir los acontecimientos más o menos detalladamente, sino los trazos gruesos.
La primera verificación es la coincidencia entre fuentes opuestas. Aquello en que tirios y troyanos
coinciden, ha de ser algo bastante cercano a la realidad. Pero aún así ha de tamizarse por otro filtro: el criterio de plausibilidad. Aunque cada hecho es único, y cada guerra es singular, los patrones de actividad son relativamente conocidos y reconocibles. Si un relato, aún cuando
coincidente en ambos extremos, resulta contrario a los modelos conocidos, no se podrá tomar
como válido. Será, en todo caso, un problema a investigar.
 Huelga decir que los patrones no son
estáticos: varían todo el tiempo, pero no de manera intempestiva, sino evolutivamente, razón por lo cual es posible reconocer lo nuevo a partir de lo que de tradicional tiene una acción.
Voy a proponer un ejemplo de esto. Inmediatamente después del ataque del 11 de marzo de
2004 en la estación de Atocha y alrededores el gobierno español acusó a la organización ETA de
ser responsable de ese hecho. Era harto evidente que esa acción escapaba a los patrones de actividad
de dicha organización, la que se caracteriza por utilizar explosivos de bajo poder o acciones
individuales (los “pistoleros”), dar aviso cuando colocan explosivos y, en general, minimizar
los “daños colaterales” de sus acciones. Aún antes de suponer qué grupo fue el autor, se podía
saber que grupo no fue el autor. Pero, para seguir con el ejemplo, supongamos por un momento
que ETA lo hubiera reivindicado. Aún así la inconsistencia entre los patrones de actividad y la
acción particular encendería la alarma, y debería uno buscar las razones de tal inconsistencia,
que puede, en ocasiones, simplemente deberse a cuestiones de oportunidad. Esto suele ocurrir
en Oriente Medio; se produce un hecho y varias organizaciones lo reivindican como propio, sin
que necesariamente haya sido producido por todas ellas: muchas son “parasitarias” del hecho, lo
aprovechan para oxigenarse políticamente (sea esto mostrarse más fuertes y operativas de lo que
en realidad son, imponerse como interlocutores u otras razones similares).
De modo que la consistencia entre fuentes diversas, en primer lugar y, en segundo término, entre éstas y los patrones de actividad, es el resguardo metodológico para construir analíticamente el dato. De esta manera
validamos los elementos constitutivos del proceso, el que, a su vez, significa de manera singular a cada hecho. Esto último es de extrema importancia, pues no estudiamos “hechos” (en sentido durkheimiano) sino procesos en los que se inscriben los hechos. Tales son, por el momento, nuestras posibilidades —y limitaciones— metodológicas para el abordaje de este fenómeno.


Se suele decir que en la guerra “todo es niebla”, tratando de expresar con esta frase la indeterminación
e incertidumbre que reina en este fenómeno social. Ciertamente en esto no se diferencia de ningún otro proceso social, pero aquí no sólo está en juego de manera permanente la vida biológica del combatiente y la vida social del grupo que representa, sino que, además, el
curso del proceso está determinado por la acción contrapuesta y recíproca de los agentes colectivos
involucrados, lo que potencia la sensación de vulnerabilidad. Contrarresta este efecto la información. De allí que la misma sea un factor vital en la guerra desde siempre.
Ya Sun Tzu, unos veinticinco siglos atrás, pregonaba su importancia, dedicando el último capítulo de su El
arte de la guerra al “empleo de agentes secretos”, en el que se encuentran todos los pilares del espionaje moderno. La obra culmina con un comentario de Chia Lin: “Un ejército sin agentes secretos es exactamente como un hombre sin ojos ni oídos.” Pero como esto es simétrico, “una
parte de la información obtenida en la guerra es contradictoria, otra parte todavía más grande
es falsa, y la parte mayor es, con mucho, un tanto dudosa.”
 Por ello es tan importante obtener información fiable del enemigo como no ofrecer la propia —lo que incluye, por supuesto, la producción de información total o parcialmente falsa. Aunque, como vimos, los espías se conocen desde la antigüedad, a partir del siglo XX los
ejércitos regulares crearon cuerpos profesionales para ocuparse de esta faz de la guerra, que se
extiende más allá de la obtención de elementos. Ya no se trata de “espionaje”, el arte de ver sin
ser advertido, sino de “inteligencia”, es decir, de la capacidad de plantearse y resolver problemas,
o, más ajustadamente, de plantear problemas al enemigo y resolver los que éstos plantean
al bando propio.
Se trata de algo más que de un cambio de denominación, es un desplazamiento más sutil, no sólo se trafica información, sino que se agrega la producción ya no de contrainformación (es decir, producir “información” con vistas a la desorientación del enemigo), sino
de impactar sobre el estado de ánimo, de actuar sobre la psiquis individual y colectiva del oponente
(tanto el ejército como el pueblo). También sobre esto es posible encontrar ejemplos premodernos, pero de manera episódica y artesanal, más como estratagemas circunstanciales que como una deliberada industria sistemática de producción de informaciones. El período “clásico” ha sido el de la llamada segunda guerra mundial (que ni fue mundial ni fue la segunda).
La imagen más emblemática es, posiblemente, la de los bombardeos de panfletos que realizaban
las distintas fuerzas opuestas sobre la población de la nación enemiga, buscando desmoralizarla y, de ese modo, quitarle fuerza política y determinación para continuar la contienda. La radio se convirtió, en tales circunstancias, en una poderosa arma. Pero la utilización de la técnica del
rumor y, más hacia nuestros días, del empleo deliberado de técnicas más sofisticadas para dar
marcos de inteligibilidad a la información, supera cualitativamente lo que era el simple espionaje,
el tráfico sencillo de datos. Se trata de la producción de datos y de los marcos de decodificación de los mismos. Estas técnicas tienen su equivalente en el mercado: se trata de las formas de inducción al consumo que desarrollan compañías especializadas en mercadeo. Nuevamente
resuena la idea de Clausewitz, de asimilar la guerra al comercio.

GUERRA Y SOCIEDAD

El sintagma “guerra y sociedad” es redundante y autoevidente: no hay guerra por fuera o separadamente
de la sociedad, ni sociedad/es que no transite/n en algún momento de su historia por la guerra, cualquiera que sea la forma que adopte este fenómeno. Pero esta redundancia y
autoevidencia puede resultar paralizante, puede constituirse, por obvio, en un obstáculo para
el entendimiento. Si bien la vinculación es inequívoca, es necesario establecer las formas y los
contenidos vinculantes entre una y otra. Para ello hemos de precavernos evitar lo que N. Elias
llamaba “el retraimiento en el presente”.19 La comprensión cabal de este fenómeno sólo es posible
por medio del conocimiento histórico, en dos escalas: una de corto plazo, que refiere al conocimiento del proceso abordado en particular, cuyos orígenes se remontan necesariamente en el tiempo y en diversas fuentes-procesos; y otra de largo plazo, que remite a la historia
general, que abarca varios siglos. No se trata esto último de conocimiento erudito, a modo de
colección de datos ilustrativos, sino de comprender, con la relativa inmovilidad de la historia, cuáles son los nexos entre diversos ámbitos o quehaceres sociales significativos y las formas de beligerancia asociadas a ellos. Asimismo, pueden establecerse —no sin alguna dificultad— los
vínculos entre los modelos sociales imperantes (modos de producción y reproducción de la vida material y simbólica de los pueblos) y los contenidos de las disputas marciales.

La vinculación entre desarrollo científico, tecnológico, demografía, topografía, recursos económicos y financieros, recursos políticos, ideología (nacionalismos, religiones, convicciones de diversa naturaleza, etc.) y, en muy mínima medida, genio militar, traza configuraciones
de época que son identificables, y que permiten comprender los nexos vinculantes entre la morfología
de las guerras y las sociedades en que éstas tienen lugar.
Dicha configuración, que con la perspectiva histórica es más fácil de identificar, proporciona elementos de guía para nuestras indagaciones sobre los conflictos contemporáneos.

La forma de librar las guerras y de desarrollo de las batallas —núcleo de las guerras—, tienen una indisimulable matriz socio-histórica. Por ello, los historiadores prestan atención a las variaciones que ocurren entre un orden bélico y otro, a las innovaciones que aparecen en determinadas situaciones. Estas variaciones pueden asociarse a personalidades, cuando se porta una concepción hagiográfica —v. gr., Napoleón, Gustavo Adolfo, Mauricio de Nassau, etc.—;
a modalidades técnico-militares como la reintroducción de la zapa, la implantación de una instrucción militar extendida y sistemática para los soldados, los cambios de orden de batalla, el uso de francotiradores, entre muchas otras variantes que han acontecido; o bien a cambios
tecnológicos, como la introducción de las armas de fuego, de la aviación, de los submarinos, etc. Pero en general se descuida el estudio de la “normalidad” previa —o sólo se la circunscribe a los aspectos específicamente militares—, a la que se toma como un supuesto, cuando esa
“normalidad” es indicativa de los entramados de relaciones que vinculan a la guerra como fenómeno
con la sociedad que la desarrolla.
Fue Friedrich Engels quien, con notable agudeza, puso
en correspondencia los distintos factores sociales (técnicos, científicos, ideológicos, arquitectónicos,
urbanísticos, demográficos, topográficos, económicos) que daban forma y contenido a las guerras. No lo hizo de manera sistemática, pues su centro de atención no era el fenómeno de la guerra, pero sí brindó valiosos elementos analíticos para abordarlo con especificidad.

No obstante, y sin desconocer tan valioso aporte, no dejan de ser indicaciones, orientaciones. El trabajo empírico, la construcción de los datos —tras el proceso de validación ya apuntado—, el análisis de los procesos, es tarea propia. Esta tarea, además, brinda nuevas posibilidades
de desarrollo teórico. Puesto que la realidad no es estática, tampoco puede serlo la teoría con la que uno la elabora simbólicamente. Y es aquí justamente donde aparecen los desafíos; la riqueza del fenómeno en nuestra época supera con creces los elementos teóricos más firmes con que contamos.
La aún teoría “clásica” de la guerra fue postulada a inicios del siglo XIX, pero ya no se libran guerras con los patrones de actividad que observó Clausewitz. Las conflagraciones entre Estados Nacionales mediante fuerzas regulares son prácticamente una rareza hoy.
Probablemente la última guerra en esa modalidad clara y tan nítida para la teoría clásica haya sido la de las Malvinas/Falklands (1982). Tan tradicional fue, que hasta los errores cometidos pueden encontrarse
en cualquier manual militar elemental.  Sin embargo, nadie podría sostener sensatamente que desde entonces hasta la fecha no se desarrollaron más guerras. El problema es que estas otras no resultan fácil ni completamente aprehensibles desde la teoría clásica.
Desorientados y desilusionados, muchos analistas han renunciado al uso del vocablo “guerra”, reemplazándolo por “conflicto armado”; pero el eufemismo no disimula el problema teórico.

LAS NUEVAS GUERRAS

La guerra ha ido mutando en su morfología desde, como mínimo, mitad del siglo pasado en
adelante, al punto que es usual hoy que se hable de “nuevas guerras” refiriéndose no a su
actualidad, sino a su “novedosa” constitución fenoménica.
 El declive relativo de los estados como actores privilegiados y prácticamente excluyentes, sobre los que se edificó la teoría de la guerra moderna, la dislocación de los parámetros tradicionales de tiempo/espacio sobre los que se edificó casi todo el pensamiento estratégico de los últimos siglos, la acelerada innovación tecnológica, son algunos de los parámetros progresivamente trastrocados en la guerra de las últimas décadas.

Resulta inútil buscar un punto inicial. Todo proceso reconoce múltiples orígenes y antecedentes,
no obstante lo cual no resulta desatinado situar en las últimas dos décadas la verdadera eclosión de este tipo de guerras. No es que no existan más guerras convencionales, entendiendo por tales a los conflictos bélicos sostenidos entre dos o más estados, para lo cual movilizan sus
tropas regulares; lo novedoso es su relativa rareza, su cada vez menor aparición en el escenario histórico, y la cada vez mayor expansión de guerras de difícil definición como tales, al punto que muchos expertos han renunciado al uso del término “guerra” sustituyéndolo por el más
aséptico de “conflicto armado”. Se trata, sin embargo, del mismo fenómeno de matanza sistemática
y volitiva de un conjunto humano, de destrucción de las bases materiales de su sustento, de intento de incapacitarlo para que combata, y de apropiarse de algún recurso hasta entonces en poder del otro. Se trata, en definitiva, de imponer una voluntad política por medio del uso de
la violencia en un umbral elevado.

La aparición de actores no estatales es uno de los rasgos salientes de los fenómenos bélicos contemporáneos. Sin embargo, la literatura especializada suele enfocar en uno de los dos tipos de actores no estatales participantes en estos conflictos: los grupos rebeldes, en algunos
casos insurgentes, en otros resistentes, que tienen cierta continuidad analítica con los grupos revolucionarios
armados tan extendidos por el planeta en las tres décadas que iniciaron la segunda mitad del siglo XX. Aunque en diversas partes estos actores siguen teniendo una presencia
indiscutible, como en Colombia las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército Popular (FARC–EP) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), su actuación es menor —a escala planetaria— que otras formaciones que utilizan tácticas que no son estrictamente guerra de guerrillas, aunque tengan elementos de ésta. A los grupos resistentes iraquíes, afganos y
chechenos, por citar sólo algunos que actúan dentro de ciertos límites espaciales más o menos precisos, deben sumársele los que actúan “globalizadamente”, sin restricciones de fronteras, aunque con objetivos precisos, como la red Al Qaeda, conformada por una serie de grupos o células relativamente autónomas y con escasa conexión entre sí. Todos ellos conforman los actores
que, por razones de economía, denomino “rebeldes”. Pero a ellos hay que sumarle otros, de menor exposición pública, que son las compañías militares privadas, que poco tienen que ver con los mercenarios de otras épocas. Éstos son a aquéllas lo que el artesano a la gran industria.
Estas empresas, la mayoría de las cuales tienen sede en Estados Unidos, Gran Bretaña y países
de la ex Unión Soviética —que en un esfuerzo de marketing por mejorar su imagen se han
agrupado en la Asociación Internacional para Operaciones de Paz (IPOA, International Peace Operations Association)—, están involucradas en prácticamente todos los conflictos bélicos existentes, aunque de muy diferentes maneras, cubriendo un amplísimo espectro de actividades.
Aunque no hay una clasificación satisfactoria de estas empresas en función de sus tareas, al
menos puede observarse que se desempeñan con mayor énfasis en alguno de estos tres ámbitos:
servicios logísticos, combate y tecnología. Su presencia en cada escenario bélico es un dato de
sencilla constatación. A menudo hay gran cantidad de ellas que atienden distintas zonas y funciones.
Con excepción de la Antártida, actúan o han actuado en el resto de los continentes. Claro que resulta difícil calificar como guerra, si uno se ciñe a los términos tradicionales
(emparentados con definiciones jurídicas) a un conflicto bélico en el que participan fuerzas privadas (empresas), rebeldes (milicianos) y fuerzas estatales. Esto aconteció, por ejemplo, en Kosovo, acontece en Irak, en Colombia, en Darfur, en Oriente Medio, entre otras regiones.

No obstante, entiendo que la sustitución de “guerra” por “conflicto armado” no resuelve el problema, que es conceptual. Tenemos viejas categorías para afrontar un fenómeno que en su naturaleza no ha variado, pero que ha cambiado en su forma. Existen variados intentos
de conceptuación de los mismos: guerras asimétricas, guerras de cuarta generación, guerras de baja intensidad, guerras sublimitadas, guerra contrainsurgente (los calificativos de guerra revolucionaria, contrarrevolucionaria y otros similares han quedado relativamente en desuso).

Todos estos intentos presentan inconvenientes de diversa índole, pero en general tienen un patrón común: dan cuenta de algunas singularidades, pero en su afán totalizador, entran en contradicción con otros aspectos del fenómeno. Algunos de ellos, además, presentan notables
inconsistencias internas, de orden lógico. En un intento por conceptuar este fenómeno, para no llamarlo simplemente “nuevas guerras”, he propuesto la noción de guerra “difusa” por la ausencia de parámetros tradicionales para su conceptuación. Son características de estas guerras, además de la participación de actores no estatales, la fuerte asimetría en capacidad
de fuego entre los contendientes, la gran brecha tecnológica y el desarrollo de actividades
—de todas las fuerzas involucradas— por fuera y en contra de todo marco normativo. En
dicho trabajo observé que así como en las guerras que hoy podemos llamar “tradicionales” de la modernidad el mayor peso relativo en una organización militar y en el esfuerzo bélico estaba en la logística; en las guerras “difusas” el centro de la actividad está en la inteligencia,
entendiendo que ésta no sólo es la tarea de recabar datos, sino —y fundamentalmente— la producción de sentido.

LA PRODUCCIÓN DE SENTIDO

Los humanos orientamos nuestras acciones concientes —que son un pequeño rango del total de acciones que realizamos— de acuerdo a dos sistemas: el cognitivo y el moral. El primero engarza al aparato cognitivo con las teorías y experiencias individuales y grupales en un
entorno determinado, mientras que el segundo se elabora socialmente de manera inadvertida. El primero organiza categorías de conocimiento; el segundo organiza jerárquicamente valores. Estos valores, que se inscriben con tal fuerza y profundidad que activan reacciones
nerviosas elementales como el miedo, la ansiedad, la distensión, etc., se asientan sobre una díada elemental: bueno/malo, reconversión social de otra díada primaria: placer/displacer.
La interacción de ambos sistemas nos permite organizar simbólicamente esta totalidad que denominamos
“realidad”. Lo real, en consecuencia, es una elaboración en la que intervienen el entorno (social, físico, histórico), la experiencia y las teorías (en tanto sistemas de explicaciones). Esta totalidad es relativamente coherente en la persona adulta, en tanto se ordena en armonía
con el sistema de valores instituido por esa díada elemental.
Las experiencias, debidamente codificadas de acuerdo a nuestro sistema cognitivo y valorativo así organizado, fundamentan el conocimiento y lo plasman en lo que entendemos como la realidad. No hay, no obstante,
apenas probabilidad de que esta realidad difiera notablemente entre distintos miembros de un colectivo —el estatuto de la locura así lo atestigua—, ya que, más allá de pequeñas variaciones individuales, la realidad es gestionada socialmente. Los dos grandes tipos de sistemas
totalizadores que dotan de sentido a la realidad son la religión y la ciencia.
El prestigio de esta última es tal, que corrientemente basta apelar a la “demostración” científica para terminar un
debate. La ciencia, sin embargo, es menos pretenciosa que la religión, y más que certificar la realidad, navega en mares de incertidumbres, siempre acicateada por dos preguntas fundamentales: ¿cómo? y ¿por qué? Nada, y menos los procesos sociales, son pasibles de un único

tipo de organización de sentido. Quienes estudiamos la guerra debemos ser particularmente sensibles a esto. Veamos por qué.
Sostuve anteriormente que la guerra es una actividad social definida por la pretensión de unos grupos humanos de imponer su voluntad a otros grupos humanos por medio del uso de la violencia física, exterminando a parte de dicho grupo. Se trata de un enunciado por demás
abstracto. Pero lo cierto es que hoy resulta casi imposible definir de una manera más concreta a la guerra, en especial cuando se trata de guerras “difusas”. Por el contrario, pocas dudas caben cuando se observan dos fuerzas armadas estatales enfrentadas, con despliegue de tanques, soldados uniformados, aviones, cañones, submarinos, y todo el arsenal típico de la guerra moderna.

Pero eso raramente ocurre. Lo más usual en las últimas décadas es ver un despliegue de esas características de parte de un bando, mientras el otro resulta relativamente invisible, aunque se percibe su eficacia. Este fenómeno se puede observar con bastante claridad desde
la guerra de Indochina en adelante, es decir, inmediatamente culminada la “segunda guerra
mundial”. El ejército francés se enfrentó, entonces, con una modalidad de beligerancia casi desconocida, que era una organización insurgente relativamente secreta, cuyos combatientes no vestían uniformes y sus acciones desorganizaban las tradicionales nociones de “frente”, “flancos” y “retaguardia” entre otras particularidades. Este tipo de beligerancia fue desarrollándose desde entonces, tanto en cantidad como en inventivas, hasta tornarse la forma más expandida en nuestros días (razón por la cual el adjetivo de “irregular” resulta un contrasentido, ya que la
regularidad está dictada por la frecuencia de un fenómeno). Entonces surge el primer inconveniente:
¿cómo determinar qué es una guerra? O, planteado en otros términos, ¿cuándo estamos frente a una guerra y cuándo no? Esta es la primera disputa de sentidos. El conflicto checheno, por ejemplo, no es una guerra desde la perspectiva rusa, pero sí desde la de los chechenos. Otro
ejemplo, el 1º de mayo de 2003 Estados Unidos oficialmente dio por finalizada la guerra de
Irak, pero las opiniones de los expertos se dividen en si esa es la fecha del comienzo real de la guerra, o si se trató de la culminación de la primera etapa y el comienzo de la segunda. De lo que prácticamente no hay duda es que la guerra continuó y continuará. Podríamos tomar Afganistán, Darfur o Kosovo.
Y en cada caso tendremos problemas para delimitar temporalmente el fenómeno, si es que acaso lo comprendemos como guerra. Se trata, muy evidentemente, de un problema conceptual y no del fenómeno en sí mismo. Si no admitimos que esas (y otras) sean guerras, deberemos enfrentarnos a la paradoja de que vivimos en una época en que la extraordinaria movilización de recursos bélicos y las grandes matanzas que se realizan ocurren en el momento más pacífico de la historia, pues prácticamente no hay guerras. Si, por el contrario,
inventariamos a dichos conflictos como guerras tendremos el escollo de carecer de parámetros nítidos para configurarlas como tales. No resulta sencillo responder a las preguntas de si Israel está en guerra permanente, y si lo está, contra quién/es. ¿ETA está en guerra con España?
Por lo general, los estados tienden a negarlo, reduciendo el fenómeno a un escalón intermedio entre
lo policial y lo militar, mientras que los grupos rebeldes tienden a afirmarlo. Se trata, indudablemente, de una disputa en la producción de sentido. Toda producción de sentido es indirectamente, a la vez, producción de realidad. Quiero ser preciso con esto. No es que la materialidad se desvanezca en el universo de los sentidos,
sino que se organiza de acuerdo a dichos universos y es, en consecuencia, eficaz para la constitución
de la acción. Presentaré tres ejemplos para brindar una mejor idea del problema al que
nos enfrentamos.

a) Guerra al terrorismo

A nadie cabe duda de que uno, sino el mayor, de los problemas globales actuales es la seguridad;
y el principal factor causante de inseguridad es el terrorismo. Esto merece dos consideraciones,
la primera de las cuáles es a qué llamamos “inseguridad”. Citaré a Robert Castel: “[…] vivimos probablemente —al menos en los países desarrollados— en las sociedades más
seguras que jamás hayan existido. […] Sin embargo, en estas sociedades rodeadas y atravesadas
por protecciones, las preocupaciones por la seguridad permanecen omnipresentes.” ¿A qué se debe esa paradoja? Sin dudas, a la pervivencia del terrorismo. Sufrir un ataque terrorista es, sabemos, una probabilidad remota en la biografía de una persona, incluso en la de un colectivo, no
obstante su presencia mediática nos recuerda casi a diario que “cualquiera” de nosotros puede ser una potencial víctima, pese a que es más probable que seamos víctimas de un accidente de tránsito que de un atentado terrorista. Sin importar esto último, lo cierto es que logran despertar
en nosotros un miedo perpetuo, y transformar así al terrorismo en una potencial amenaza. Esto
nos lleva a la segunda consideración.
Aunque las experiencias terroristas tienen una larga historia, es la principal forma de combate que los grupos rebeldes o insurgentes han desarrollado en el marco de las guerras “difusas”. Después del ataque del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos le declaró la guerra
al terrorismo, y a su lucha se sumaron otros países. Desde entonces ha circulado mucha información que suele enfatizar el carácter irracional e inhumano de los actos perpetrados por los terroristas, induciendo a pensar que los propios terroristas son irracionales y malvados. Puesto
así, no hay otra solución que exterminar a los terroristas, y para ello se libra una guerra mundial contra el terrorismo. Tal es, en general, el planteo del problema, y el público está convencido
de ello. En reforzamiento de esto, los medios de difusión masiva (MDM) suelen mostrarnos imágenes de cuerpos mutilados, confusión, escenas de pánico y desesperación, escapes de gases, incendios, sangre, sonidos caóticos de sirenas, explosiones. En pocas palabras: los MDM
“transportan” virtualmente al espectador al lugar de la escena. El impacto emocional en el espectador
lego conforma una base de certeza que opera como lo que Gastón Bachelard llamaba “el primer obstáculo”: el de la experiencia básica que se coloca “por delante y por encima de la crítica”; nada más real que aquello que lo visto y oído. Es relativamente conocida la ingenuidad
moral del adulto medio, su propensión a creer aquello que indican sus sentidos, en una suerte de empirismo burdo y primitivo. Sobre ésta se monta el metadiscurso mediático disponiendo un “recorte” de la realidad, una puntuación que apenas necesita de una débil organización para
que las conclusiones aparezcan casi naturalmente.28 La pregunta que se ocluye es, sin embargo, la más elemental de todas: ¿qué se ha visto? Y la respuesta requiere de un andamiaje conceptual del que el ciudadano corriente carece.

Esas escenas, verídicas, por cierto, no son diferentes en esencia a las de cualquier ataque militar, sea producido por fuerzas regulares o irregulares. En realidad, las producidas por una fuerza regular suelen ser mucho más devastadoras que las producidas por fuerzas rebeldes, en
general de escaso poder. Alguien podría sostener que, no obstante, estas últimas toman como blanco a la población civil, y no a otra fuerza militar. Es tan cierto eso como que las fuerzas regulares hacen lo mismo. Desde la trágica inauguración en Guernica, la guerra se orientó en
el siglo XX a las poblaciones civiles. En la guerra de 1939–1945 los alemanes bombardearon
Londres con las V-1 y las V-2, y los aliados bombardeaban los barrios obreros de Berlín. En el
frente oriental, los combates en Stalingrado y Leningrado eximen de comentarios. Las bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima, la destrucción de grandes ciudades norcoreanas, los ataques a Belgrado, el ataque a Fallujah, el reciente ataque a la franja de Gaza y podemos seguir
con una extensa lista que demostrarían casuísticamente que el blanco privilegiado son los civiles en, por lo menos, las guerras desde la segunda mitad del siglo XX,29 aunque, por supuesto, se pueden encontrar ejemplos anteriores en el tiempo. Por motivos que más adelante expondré, las cámaras de televisión no suelen estar allí.
Sobre la legítima consternación que produce una acción militar se construye una otredad con características no humanas, de monstruo: cruel, irracional, despiadado, en el mejor de los casos, patológico. Al carecer de racionalidad puede elegir cualquier blanco, no es necesario hacer
nada para ser merecedor del ataque, a la vez que también es imposible protegerse del mismo. Si pese a su apariencia el atacante no es humano (es un monstruo), no debe ser tratado como humano.
Destruirlo se torna imperioso, y tal tarea es loable y necesaria. La figura del monstruo es una construcción de la modernidad para legitimar sus periódicos “cidios” (geno, etno, homi). La eliminación del monstruo de apariencia humana tranquiliza al conjunto de la sociedad.
Ese monstruo puede ser un colectivo (el comunista, el terrorista, el anarquista), o un individuo (el pedófilo, el violador, el asesino serial); cualquier figura se puede ornamentar con tales atributos. En ese sentido, somos irremediablemente lombrosianos.30 Sin embargo, desestimada dicha teoría en sus fundamentos epistemológicos, parece más razonable pensar que “la amplia gama de actividades terroristas no puede ser desestimada como «irracional» y consecuentemente
patológica, irrazonable o inexplicable [y que] el recurrir al terrorismo no precisa ser una aberración. Puede ser una respuesta razonable y calculada a las circunstancias imperantes.”

 Este enfoque coincide con la apreciación de dos militares argentinos, quienes imbuidos en el realismo sostienen que “[…] el terrorismo es un método de lucha violenta que, aunque cruel y despiadado, está al servicio de una voluntad política, en función a una visión particularista que procura lo que todo conflicto plantea: un bien que no se tiene y se desea, o que se busca mantener
frente a la apetencia de otro. […] Comprendiendo la naturaleza política del problema, no le es aplicable una concepción jurídica que lo encuadre en una figura delictiva. Las voluntades políticas entran en una escalada de violencia y desembocan en un estado de guerra. Cada parte de la guerra reclamará seguramente de su lado la licitud de su causa o ilicitud del contrario,
pero jamás uno podrá tildar al otro de delincuente, ni menos reprochar los métodos que no fueran práctica o tácitamente acordados por ambos. En este sentido, es difícil imaginar que el enemigo pueda ser identificado como «el terrorismo». Un método no puede ser un enemigo.”
Se trata, en la concepción de estos especialistas, de un método tan i/legítimo como cualquier
otro. Aunque menos sangriento y brutal —agrego— que, por ejemplo, un bombardeo o la utilización
de armas atómicas.33 Cuentan que en ocasión de ser detenido Yasser Saadi, responsable de la Zona Autónoma de Argel, declaró: “usé mis bombas en la ciudad porque no tenía aeroplano para tirarlas. Pero causé menos víctimas que la artillería o el bombardeo aéreo de nuestras
pequeñas localidades. Yo estoy en guerra. Nadie puede criticarme por lo que hago.” Cualquier analista serio no puede menos que admitir que la técnica terrorista es económica en el empleo de la violencia, y que causa escasos perjuicios desde el punto de vista militar.
¿Cuál será el motivo, entonces, de desplegar tantos recursos económicos, humanos y tecnológicos
en la prevención de un fenómeno defectuosamente definido, y cuya letalidad es minúscula
comparada, por ejemplo, con los accidentes de tránsito o con las muertes provocadas por la pobreza? Esta es una pregunta que cualquiera podría formularse. La respuesta no debe desatender tampoco a la lógica. Este peculiar fenómeno, relativamente “bondadoso” en sus efectos —se basa más en la publicidad de sus actos que en la eficacia militar (daños producidos) de los mismos— reúne una serie de peculiares características: es producido por monstruos con apariencia humana, tiene realidad, y posibilita la permanencia perpetua del “estado de excepción”, es decir, de una vía de escape de la legalidad por parte de los gobiernos, de manera permanente.
Se trata, en consecuencia, de un fenómeno funcional a esta particular transición del capitalismo. La denominada “globalización” es un proceso de reestructuración capitalista, de redefinición territorial y de rearticulación de las poblaciones a escala planetaria, con un
impacto tan profundo que se ha producido una forma de pensamiento subordinada, que expresa la fragmentación de las unidades preexistentes: el postmodernismo. Tal trastrocamiento implica, por un lado, la vulneración de casi todos los marcos referenciales (legales) que se crearon
durante más de dos siglos, efecto necesario para no vulnerar la lógica medular del capitalismo: la autovaloración del valor.
Todos los procesos tienden a reforzar esta lógica. Pero ¿cómo se sostiene tal redimensionamiento?, ¿cómo se redimensionan los espacios desde el espacio ya
constituido en el Estado–Nación?, ¿cómo se alteran las reglas sin desechar el armazón jurídico existente, habida cuenta que no se han estabilizado aún nuevas relaciones que merezcan su sanción normativa?, ¿cómo se reorganiza la población mundial para reinstalarla plenamente en
los procesos de producción y circulación de mercancías?
Las respuestas a estos interrogantes escapan ampliamente a las dimensiones de este artículo. Sólo puedo apuntar algunos de sus efectos: las guerras y el “estado de excepción” permanente. Como un barco en medio de una
tormenta, durante mucho tiempo aún navegaremos en un continuo “estado de excepción”. Las leyes no se derogan, pero se suspenden en su aplicación. Los derechos humanos no dejan de reconocerse, pero es variable quiénes son humanos y quiénes no.37 En este marco, el “terrorismo” —entiéndase bien: el conceptuar de esta forma las acciones resistentes— es funcional y
necesario. Uno de sus efectos es permitir una mayor centralización y discrecionalidad por parte
de los gobiernos, ampliando y haciendo “aceptable” la “razón de Estado”, caja negra de lo indecible, marco legal de la ilegalidad.
Como es de uso corriente en las operaciones psicológicas, no se “inventa” la realidad, sino que se toman elementos existentes y se los organiza de una manera muy peculiar, tornándolo creíble. Abundan los ejemplos de ello. Tales mecanismos son explotados, por ejemplo, en las
campañas políticas. Uno de esos mecanismos ya fue mencionado (el bombardeo de imágenes y sonidos). Como complemento de éste aparece un segundo mecanismo, que está montado en conjunto al primero, y que es la sobreabundancia de información, que produce perplejidad y, por lo tanto, conspira contra el pensamiento reflexivo, que necesita procesar y sintetizar la información.

Como puede observarse, se trata de una serie de procesos concomitantes, de diferente envergadura, cada uno de los cuales por sí mismo resulta insuficiente para explicar nuestro objeto de estudio, pero que en su conjunto configuran el soporte necesario para abordarlo con
expectativas de comprensión. Aunque parezca obvio, resulta necesario decirlo claramente: estos procesos no dependen de la voluntad de nadie en particular ni surgen de una mente maquiavélica. Pero, también
es necesario puntualizar, no son “libremente concurrentes”, como parece sugerir Foucault en
algunos de sus textos. Hay poderes y responsabilidades diferenciales.
Los gobiernos, particularmente, son propensos a activar estas maquinarias en todo lo que esté a su alcance. Y es que, siendo requisito la presentación si no ordenada al menos armónica de la información, resulta
necesario cerrar brechas lo más posible. La censura, con los nuevos medios de comunicación, sin desaparecer es cada vez menos eficaz para eso.38 Los esfuerzos de los gobiernos se orientan en dos direcciones: restringir lo más posible la información alternativa a la propia, y la
máxima difusión de su versión como la verdadera. Así lo explica sin tapujos una oficial del Ejército estadounidense: “Las operaciones psicológicas transmiten información seleccionada hacia audiencias extranjeras. Una misión clave es la de […] influir en sus emociones, motivos, y razonamientos objetivos, comunicar la intención y afectar el comportamiento. Es crucial que cada tema y objetivo refleje y apoye la política nacional [estadounidense], y que los programas informativos sean integrados dentro de todos los programas de información internacional es
para asegurar consistencia y mensajes complementarios.”
Para ello se ha desarrollado en los últimos años la política de los medios “asimilados”, eufemismo por “extorsión a periodistas”: la cobertura de los hechos es guiada desde el bando que los acredita. Cualquier intervención por fuera de ese dispositivo corre por cuenta y riesgo de quien la desarrolle, y el riesgo es de perder la vida. Este esquema puede verse tanto en la política de Estados Unidos, dispuesto en oportunidad de su segunda invasión a Irak, como en Rusia, en ocasión de la segunda guerra
con Chechenia. Toda esta producción informativa está dirigida a producir sentido, a producir un marco interpretativo favorable a los gobiernos directamente involucrados y al cual se asimilan los gobiernos que no están directamente involucrados, pero que están irremediablemente inmersos en el proceso de globalización, enfrentando idénticos problemas, aunque en escalas y con traducciones locales.
Para concluir este punto y antes de pasar al siguiente ejemplo: un análisis serio muestra que no hay terrorismo ni terroristas; hay guerras y combatientes. La instauración
de sentido es producto de complejas operaciones psicológicas.

b) Invasión a Irak. La trama de la segunda invasión a Irak es un ejemplo de una producción de sentido, que aunque
burda e inacabada, tuvo efectos prácticos. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 Estados Unidos, blandiendo una concepción muy primitiva de justicia colectiva, se trazó dos objetivos militares: Afganistán, donde presuntamente se albergaban los “terroristas” e Irak, supuesto tenedor de armas de destrucción masiva (ADM). Para viabilizar su ataque a este último
desplegó una agresiva (y en muchos sentidos, torpe) campaña diplomática y mediática.45 Colin
Powell trató, en vano, de convencer a gobiernos de otros países del peligro que entrañaba Irak. No obstante, aunque no logró ser acompañado por la comunidad internacional (sí por algunos países que vieron la oportunidad de posicionarse en el negocio del petróleo y de la “reconstrucción”, es decir, en el reparto del botín de guerra), consiguió al menos la libertad de actuar sin una cerrada oposición internacional y, además, fue lo suficientemente persuasivo ante su público interno. La mayoría de la población estadounidense acompañó durante mucho tiempo la invasión a Irak.

Aunque la trama era muy burda, se asentaba en un trasfondo ideológico que desde años opera al menos en buena parte de occidente, sustentado en el mito inaugurado por Samuel Huntington: el denominado “choque de civilizaciones” que, contra toda evidencia empírica, supone un enfrentamiento entre occidente y el islam. Esta obra, construida sobre el sentido común más elemental, que incluye los prejuicios más extendidos, se organiza sobre el maniqueísmo “civilizados–bárbaros” trasunta la obra, aunque no lo expone de modo directo. Obvia, por ejemplo, el papel de la CIA en la campaña que llevó a los talibanes al poder en Afganistán
—sólo por mencionar un caso previo a la escritura de la obra—, al igual que las notables  diferencias que hay entre países que él incorpora en bloques. Después de aparecida la misma, la colaboración de Estados Unidos y otros países occidentales con movimientos islámicos radicalizados es relativamente ostensible, particularmente en la región del mar Caspio, donde se disputan la influencia en el ex territorio soviético con la Federación Rusa. Sin embargo, por esquemática que pueda resultar tal postulación, tuvo una influencia que, me atrevería a afirmar, rememora a la de Lombroso; aunque abundan las críticas por lo disparatado, pero opera como
subsuelo del sentido común. Esta suerte de neoracismo antimusulmán se traduce en un amplio
abanico que abarca desde pequeñas acciones cotidianas hasta el ataque a una nación que, aunque
oficialmente laica, alberga a una población de religión musulmana.

Como en el caso del terrorismo, la propaganda se asienta en algo de verdad. Irak había recurrido profusamente, durante su guerra de ocho años con Irán, al uso de armas químicas sin que produjese más que censuras formales por parte de la “comunidad internacional”. En aquella
época Saddam Hussein era socio político de Estados Unidos y, por ende, se disimulaban las atrocidades que pudiera cometer contra el Irán del ayatollah Jomeini, al que oponía un bastión laico. Pero, devenido monstruo, estaban las condiciones dadas para el ataque. No sin una cuota de cinismo, las fuerzas aliadas hicieron la pantomima de buscar las armas de destrucción masiva
hasta que finalmente admitieron que no las pudieron encontrar.
c) Las guerras en África

Las guerras que se suceden en el continente africano, particularmente en la región subsahariana,
son el tercer ejemplo de la producción de sentido. Particularmente complejas, por cuanto suponen el análisis de al menos siete niveles, como señalaré luego, se las suele reducir, cuando aparecen, a guerras étnicas. Entender la dinámica bélica de la región del África subsahariana supone comprender la superposición de siete mapas: el de las naciones originarias (“étnico” en la denominación fenotípica racista), el de las colonias, el lingüístico (que surge de la superposición de los anteriores, aunque sólo en el plano del habla), el religioso (con sus tres principales
componentes: animismo, cristianismo e islamismo, siendo de menor importancia numérica el judaísmo), el político (devenido del resultado del proceso de descolonización, es decir, influido por el de colonización, mapa que se configura con los débiles estados actuales), el ideológico
(devenido de las lealtades trazadas durante la “guerra fría”) y, finalmente, el de los recursos, abundantes y variados, que posee la corteza de esa región del planeta. Resulta sintomático que de al menos siete planos sólo se considere el que, quizás, tenga menor importancia para explicar la dinámica de estos enfrentamientos.

Aunque es difícil escoger un único caso, tomemos el que parece ser más paradigmático en este sentido, el del conocido como el genocidio de Rwanda. En aproximadamente tres meses se masacraron casi un millón de personas, en su mayoría a machetazos. Según la información corriente los hutu asesinaron tutsis, es decir, una etnia a otra. Pero cuando se acerca uno al
problema no parecen ser los caracteres fenotípicos ni culturales los que explican esa matanza.
Primero, porque si algo caracterizó a las guerras internas en el continente africano precapitalista (al igual que en el americano precolombino) era una costumbre extraña a los europeos: la renuencia a producir matanzas. Al enemigo se trataba de capturarlo vivo, para lo cual se
lo hería. Y no se trataba de un problema “técnico”; las poblaciones africanas dispusieron de armas de fuego desde por lo menos el siglo XVI, pero su lógica de combate no varió por ello
hasta por lo menos el siglo XIX. Resulta evidente que si fuese una cuestión atávica, no se hubiese producido tal genocidio. En segundo lugar, ambos grupos no se odian ancestralmente (explicación usual para este tipo de conflictos), ya que convivieron largamente. Se sabe que
desde el siglo XVII aproximadamente, en su “reino” —imposible escapar al eurocentrismo del término— los siervos fueron los “hutu” y los señores, “tutsis”. Los alemanes, que colonizaron esta región tras el Congreso de Berlín (1884-1885) se montaron en esta diferenciación
y la atizaron, haciendo de los segundos su clase auxiliar, dejando a los primeros rezagados en el reparto de oportunidades. Esta estratificación fue reforzada por los belgas, que colonizaban gran parte de la actual República Democrática del Congo y se hicieron cargo de esta
región en 1919; en 1926 clasificaron a la población en “hutu” (los campesinos pobres) y “tutsi” (aquellos que poseyeran como mínimo 10 cabezas de ganado).
Esta clasificación se reforzó con documentación personal que identificaba a su portador como “hutu” o “tutsi”, convirtiendo en “étnica” una diferenciación social. Otro brazo del colonialismo lo constituyó la iglesia
cristiana, que también reforzó la división, inculcando la superioridad “tutsi” sobre los “hutu”. Cuando se organizaron los estados nacionales ambas clases se encontraban desperdigadas en al menos cuatro países: Rwanda, Burundi, Uganda y el Congo (en el centro–sur geográfico de África), pero, como suele suceder en el capitalismo, los pobres son mayoría. En 1962, tras
la abolición de la monarquía, los hutu alcanzan el poder en Rwanda. En los años sucesivos, tanto desde Burundi (un pequeño país donde son mayoría) como desde Uganda (donde acompañan a Joveri Museveni en la conquista del poder) los tutsi desarrollan hostilidades contra
los hutu, tanto rwandeses como burundeses (en 1976 formaron el irregular Frente Patriótico
de Rwanda–FPR). En ese contexto de beligerancia, con la caída del precio del café a partir de 1987 y una sequía prolongada en los años siguientes, y ante el asedio del FPR, el gobierno de Rwanda (surgido de un golpe de Estado en 1973) obtuvo ayuda militar francesa, que utilizó
para reforzar el sentimiento “anti-tutsi”. Es muy conocido que en las crisis económicas crece la xenofobia y resulta relativamente sencillo enfocar en un chivo expiatorio. Pese a todas estas condiciones adversas, gran parte de ambos grupos habían logrado conciliar situaciones y desarrollaban una convivencia relativamente estable, logrando un gobierno compartido, tras los
acuerdos de Arusha (1993). Sin embargo, una fracción radical —las milicias Interahamwe— planificó el exterminio de sus opositores: la mayoría de los tutsi y parte de los hutu (los más moderados). El detonante fue la nunca aclarada muerte del presidente rwandés, cuyo avión
fue derribado por un misil (aparentemente lanzado por los propios Interahamwe). La masacre estuvo protagonizada por esta fracción, aunque participó —en menor medida— también el FPR. Fue, sin dudas, de un genocidio político, en el que dos agrupamientos exterminaron a
sus opositores. La conveniencia de tratarlo como una cuestión étnica es que de ese modo se disimulan el
papel de Francia, Italia y Bélgica (que se negaron a evacuar rwandeses amenazados mientras
salían sus ciudadanos de ese país), de las Naciones Unidas, que retiró sus tropas, de la Iglesia,
que avaló toda la política previa al genocidio, de organismos de crédito multilaterales, como el
Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, de cuyos programas financieros surgieron los fondos para equipar a las milicias que realizaron el genocidio, y de las grandes potencias mundiales, cuyo silencio fue cómplice del mismo. Fue así como la institución del Tribunal
Penal Internacional para Rwanda sólo se centró en los responsables africanos del genocidio.

Ningún extracontinental fue siquiera acusado. Puede observarse en estos tres ejemplos cómo se produce y orienta el sentido con el que se interpretan los hechos. No se trata de falsearlos, sino de articularlos de la manera que conviene a quien los produce. Con relativa facilidad se podrá advertir que el destinatario de tal producción, el ciudadano, recibe un tratamiento similar al que el consumidor obtiene en el mercado por parte de las
agencias publicitarias. En este sentido, el estudio de mercadeo puede orientarnos en las acciones
que las agencias gubernamentales específicas realizan para construir un sentido político. El supuesto del que se parte es que así como el consumidor medio no actúa racionalmente, el ciudadano medio tampoco se orienta de manera totalmente racional, sino predominantemente
emocional; y es aquí dónde radica la importancia de la díada bueno/malo, ya que manipulando ese par básico es relativamente sencillo obtener la aprobación o al menos la indiferencia de la mayor parte de la población. Ciertamente es más sencillo decir que hacer esto. La manipulación por parte de agencias gubernamentales y paragubernamentales (los aparatos ideológicos de
Estado, al decir de Althusser) no es unidireccional, ni los ciudadanos objetos pasivos.
Pese a la potencia de los argumentos audiovisuales —la “evidencia” de lo que se ve y se escucha—, a
los que se acompaña, en menor medida, con argumentos escritos, en la organización de la percepción
y, por ende, de la propia realidad, hay límites bastante cercanos —y contundentes— a la producción intencionada de sentido. El entorno, el medio, interactúa y limita la capacidad operativa de la creación de sentido. No se trata de una resistencia “externa”, sino de un proceso
morigerador que actúa como un cuerpo elástico: absorbe y diluye las fuerzas que se le aplican; sólo se deforman hasta un punto. La conciencia colectiva es receptora de los discursos mediáticos hasta el punto en que comienza a contrariar el sentido históricamente construido.
Esto quedó ilustrado recientemente en el ataque de Israel a la franja de Gaza. El gobierno
israelí argumentó que se trataba de un acto de defensa, pues debían desmantelar las lanzaderas de misiles con que Hamas bombardeaba su territorio desde octubre de 2008. Para ello movilizaron una gran cantidad de recursos diplomáticos y mediáticos. Sin embargo, el resultado fue el rechazo generalizado de gran parte de los gobiernos y pueblos del mundo. El uso tan intensivo
de la fuerza sobre la población civil palestina —desproporcionado para los fines proclamados,51
no así para la finalidad no dicha, pero fácil de colegir, que es fortalecer políticamente a Hamas para obstaculizar o impedir la formación de un Estado palestino— fue tan evidente que hasta un organismo timorato y poco vital como Naciones Unidas se pronunció, a través de las Resolución 1860 (2009), en contra, en su particular estilo elíptico. La vulneración abierta a normas básicas en dicho ataque, generó repulsa que, en algunos casos, devino en manifestaciones antijudías (o antisemitas, como erróneamente se suele decir). Esto proporcionó un elemento simbólico valioso a los dirigentes judíos, y lo utilizaron rápidamente a su favor. Reestablecido
el equilibrio todo vuelve al anodino transcurrir.

Mencioné anteriormente el nivel de receptividad del sentido históricamente construido. El mismo no existe impávido; existen agencias que pugnan por construir/imponer otros sentidos. Y en esta batalla sorda, los sociólogos forman parte de los equipos productores de símbolos, constructores de redes conceptuales. En tal perspectiva, quienes nos dedicamos a la sociología
de la guerra no estamos exentos de posicionamientos ni los mismos son ajenos a nuestra forma
de elaborar conceptos en pugna con otros conceptos. Esto es algo que —al menos algunos— asumimos plenamente. Es lo que llamo “tomar conciencia” de la propia actividad.

LA TOMA DE CONCIENCIA

La sociología es una ciencia incómoda, gustaba decir al fallecido Pierre Bourdieu. Incómoda para los poderosos, cuando sirve como herramienta para la toma de conciencia de los de a pie. Pero también puede ser un arma en sus manos para perpetuar la dominación, como he intentado
mostrar en este artículo. La elección es ética. Nada lleva de manera ineluctable al sociólogo a asumir una u otra postura. Muchas veces las trayectorias biográficas resultan difíciles de explicar. Pero al menos podemos delimitar, a grandes trazos, los campos de actividad de unos y otros —delimitación que ha de entenderse simplemente como tendencia—. De manera esquemática podemos decir que en el campo profesional se tiende a trabajar en el reforzamiento de los diagramas de poder existente, en tanto que en el campo académico se puede trabajar en el sentido opuesto, es decir, trabajar en el posicionamiento de poder alternativo.

Insisto en que tal delimitación es esquemática, y que ha de entenderse como tendencia, es decir, como la mayor probabilidad de encontrar asociados cada uno de los campos con los posicionamientos mencionados, pero en absoluto es una ley de hierro. La academia brinda cierto
grado de libertad difícil de encontrar en el campo profesional, sea éste en agencias privadas o gubernamentales —en las primeras porque suelen estar regidas por la ley del valor, y las segundas porque están subordinadas a la política estatal—. Sin embargo, aún allí es posible —aunque difícil— tener posiciones críticas. En la academia en cambio hay menos restricciones formales
y, por lo tanto, existen mayores probabilidades de desarrollar posicionamientos antisistema. No obstante se trata del plano formal; los financiamientos para la investigación, las modas académicas, el reconocimiento de los pares, la posibilidad de auditorios y, en suma, todos los
mecanismos de sostenimiento del ego —al que somos tan vulnerables los intelectuales— generan condiciones que dificultan esa construcción. Es necesaria una buena cuota de tozudez, pedantería y soberbia —significativamente todos ellos atributos no ligados al intelecto, y de
mención políticamente incorrecta— para contrariar esos mecanismos.

Se puede decir que, en una escala menor y simbólica, también en este campo, el académico,
se libran batallas a diario. Y quienes nos reivindicamos en la tradición marxista–leninista realizamos una suerte de guerra de guerrillas, absolutamente defensiva en estas horas, con la irracional perspectiva de que la utopía es posible y necesaria. Sólo nos tranquiliza saber que,
en todos los órdenes, la razón reposa sobre la irracionalidad, y que contrariar a los funcionarios
del consenso es una tarea digna en pos de construir la humanidad.
http://revista-redes.com/index.php/revista  redes/article/viewFile/151/139 "La Sociología de la Guerra". Flavian Nievas.

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