domingo, 5 de enero de 2014

La Filosofía del Venezolano. Por Kelder Toti


La Filosofía del Venezolano.

                                        Por Kelder Toti

Somos como una campana: macizos, fuertes, duros, pero por dentro somos huecos. Eso es lo que reflejamos sin ignorar su recia figura. El interior es vacío, que se lleva por un péndulo que se mueve por una cuerdita… Una novia, esposa, amante o caudillo, pero nunca por él mismo. Un alemán en cambio es una persona calculadora, que esconde sus sentimientos en un témpano de hielo, pero debajo de esa armadura se encuentra una persona endemoniadamente amorosa, calculadora y afectuosa. Él, es lo que es y no más que eso. A la larga y para él es un serio problema no ser más de lo que aparenta, es predecible, simple, pantallero…

Las campanas son alegres igual que el venezolano. Su alegría no es producto de haber encontrado el goce de la vida, sino que es bulla, ruido en determinada hora del día. El escándalo lo expresa estridentemente y ese barullo no es la felicidad. Denota una vida rutinaria, carente de sueños y de propósitos, por eso cada vez que tiene la posibilidad de escapar por un instante de su existencia cotidiana, lo exterioriza a través de un equipo de sonido o, en el fondo de una lata de cerveza. El resto del tiempo es triste, melancólico, al igual que las campanas que viven para ver a los viajeros pasar.

A pesar de su contextura de hierro o de acero, es dado a considerarse lastimado por incidentes o ademanes. Incapaz de reconocer la ofensa a la verdad, lo lleva a tolerar la adulación, que lo manipula y envilece, viviendo en un paraíso de fantasías en lo alto de su vida. Es rústico, tosco en sus maneras y pensamientos. Eso se percibe hasta en los escritores, que a nivel de la América Española son considerados los peores del continente, tanto es así, que nuestro mayor intelectual, no se ha destacado por su poesía, cuentos o novelas, sino por su gramática: Andrés Bello. Él intentó escribir sin mucho éxito, y la mayoría de sus narraciones descansa en el olvido, no entre las fértiles mentes de las personas, ya que no trascendió. Supuso que a través de las reglas de la gramática, se podía dominar el idioma, sin darse cuenta que es el idioma quien hace sus reglas,  denotando un tanto de ingenuidad y de estupidez.

El venezolano se conforma con repicar, tan…tan…tan… Va y viene, va y viene, es incapaz de mantener una postura indefinidamente, y se mueve según las circunstancias lo muevan. Es una ventaja pero tiene sus inconvenientes, porque no es una persona dogmática, que deja que hasta una canción mueva sus convicciones. ¿Por qué sucede esto? La razón es la falta de fe en su propia existencia. Él ve a su alrededor no para vivir, sino para estar allí, no tiende a aferrarse o echar raíces en su ambiente, no espera luchar o morir, es conformista, sólo le basta repicar, sus protestas, no son más que quejas.

La  campana, como todas las cosas, tiene defectos y virtudes: ellas son fuertes y sólidas, y se sobreponen a las caídas, desengaños y mentiras… Para embarcarse en nuevas decepciones y fracasos, levantándose nuevamente, sin analizar el origen de sus frustraciones, sin buscar remedios a su angustia, encuentras soluciones aparentes hasta  en la brisa. Es toda una contradicción andante, por fortuna el universo está plagado de ellas.

El venezolano tiene un toque de humor a diferencia de la seriedad reluciente de las campanas. Es una actividad muy sana el drenar los temores a través de los chistes, que dicen mucho sobre sus pensamientos más ocultos. Se burla de las personas, por sus defectos, vicios o escrúpulos. Es hiriente, sin preocuparse de las consecuencias de su actitud, al no poder comprender ni cambiar la situación, porque carece de las convicciones que dan el valor necesario. Ahoga entre risas sus ansiedades. No intenta ir más allá, como el americano o español con una filosofía personal; su humor es un destello de lo que sentimos al igual que la acaricia del sol en la campana. Pero es superior al de los colombianos o peruanos, debido a la paz que ha tenido en el último siglo, que ha modificado su actitud. Un ejemplo, es una fotografía aparecida hace muchos años, en la revista peruana “Caretas”, en donde aparece un señor bien vestido, riéndose en una tienda, ante el horror de un atentado terrorista de Sendero Luminoso, en una de las calles mas céntrica de Lima, con sus vidrios partidos, cadáveres mutilados, heridos levantados por la Cruz Roja, si uno se fijaba detenidamente, el señor era un maniquí. ¡Qué chiste! El venezolano no tiene talento para hacer reír a los demás pueblos, es burdo y localista en sus expresiones y solo puede ser entendido por ellos mismos, pero es más refinado y menos cruel que otros pueblos…

El criollo como las campanas es rencoroso, no entiende la virtud del perdón, espera el mejor momento para vengarse de las personas que lo han lastimado. Al igual que los grandes campanarios de las catedrales, que vuelven sordos a quienes las hacen sonar; quizás puede ser la falta de fe en sí mismo, y por ende en los demás, pero si realmente quisiera, podría cambiar, creyendo en sus potencialidades y la de los demás: ¡Que difícil no! De ahí los ajustes de cuenta, en las caída de los gobierno, los ofendidos, humillados…se vuelven jueces de sus perseguidores.

El venezolano no es flojo al igual que las campanas, es muy trabajador, sólo hace lo que les corresponde, sin darse cuenta que el trabajo de mayor rendimiento no es manual sino mental, de ahí la rabia por su condición, que a diferencia de la susodicha puede transformarse. Los cajeros que laboran en los bancos se tienen que levantar a las 5 de la mañana, para estar en la oficina a las 8, ¿qué hacen, sino contar dinero?, eso lo puede hacer una computadora con un visor óptico. El norteamericano medio se levanta a las 9 de la mañana y va al trabajo, en una cherookee, pero qué hace sino diseñar o inventar cosas, desde programas de computación hasta rascacielos. En su sociedad los hispanos, asiáticos o  negros son los que trabajan en McDonald o Wendy’s a 5,50 $ la hora. El americano se hace rico investigando para él mismo y para los demás, encontrando la felicidad. Por el contrario, para el venezolano el trabajo es un fastidio, que no lo libera ni lo reconforta: es una obligación que no facilita su autorrealización, pero al igual que la campana se ven obligado a ello. La idea que el trabajo te hace feliz, que el individuo debe sentirse importante empleándose en cualquier actividad, no solo un instrumento que llame a los demás personas, es ilusoria, somos realmente necesarios o somos un objeto que puede ser desechado y desplazado por otro, de ahí no es extraño que nuestra obsesión sea el posible reemplazo del petróleo por otra fuente combustible.

¿Sabían ustedes que las campanas después de 10 años terminan agrietadas y rotas, y mientras más grande, más rápido es el proceso? ¿Saben la razón de la grieta?, al tocarla el Badajoz, genera un  sonido que intenta escapar y la va agrietando poco a poco hasta romperla y fallecen en una venta de chatarra que es el cementerio de las campanas. Pero antes son apiladas en un rincón sucio y oscuro, apartadas de la vista de los feligreses, recibiendo la bendición del polvo y de las ratas, algo que fue bello, hermoso e inocente. Al final de sus días, descansa entre el óxido y el polvo, y esa es nuestra pesadilla en mayor o en menor medida, sin darnos cuenta, que el destino lo podemos cambiar y “convertirnos en algo mejor, consiguiendo lo que deseamos y llegar a ser lo que queremos ser”.  

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